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En el valle del Iregua, a escasos quince kilómetros de Logroño, dos hermanos tomaron en 2016 una decisión que cambiaría su vida. Ana, atrapada entre seguros y finanzas, y David —alias Rizos—, ingeniero agrónomo trabajando en la industria agroalimentaria, compartían el mismo vacío: el descontento.
"Buscando crear otros puestos de trabajo en los que sí que sentirnos satisfechos, motivados, sentir que estábamos aportando algo a los demás", explica Ana sin rodeos.
La respuesta estaba más cerca de lo que pensaban: las huertas de sus abuelos, abandonadas durante años en Albelda de Iregua y Nalda. Las recuperaron, las pusieron en funcionamiento y apostaron por la única opción que tenía sentido para ellos como jóvenes: la agricultura ecológica. Nada de convencional. Si iban a volver al campo, sería haciendo las cosas bien.

La Huerta de Rizos comenzó con producción y comercialización de hortalizas propias.
En 2019 dieron un salto más: crearon su aula didáctica. Formación para enseñar a cultivar alimentos, visitas escolares, educación ambiental, experiencias. El proyecto creció, se diversificó, encontró su propósito más allá de los kilos de lechuga o tomate.
El valle del Iregua es una zona fértil, rica en cultivo de verduras y frutas, con tradición agrícola entre montañas y junto al río. Pero la tradición no protege de la climatología.
"Del granizo, de la mañana a la noche te encuentras con la huerta totalmente destrozada. Es lo más duro", confiesa Ana.
En nueve años han sufrido cinco o seis granizadas. Temperaturas extremas, exceso de calor, inclemencias que no puedes controlar. Con el paso del tiempo han aprendido a convivir con ello, pero no deja de ser desolador.
Y después está la burocracia. Cada año que pasa es más exigente la burocracia.
Planes, solicitudes, documentación que se multiplica, especialmente en cultivo ecológico. Una semana piden una cosa, la siguiente otra. Falta esto, falta lo otro. La bola crece.
A eso se suma la realidad económica: los gastos se han multiplicado desde que empezaron. Las exigencias aumentan, los márgenes se estrechan. Lo que les mantiene a flote es su actividad secundaria: las visitas, la formación, el aula didáctica. Cuando la producción baja, tiran de la parte formativa. Diversificación como estrategia de supervivencia.
"Nos sentimos mucho más satisfechos con nosotros mismos porque estamos haciendo algo que aporta algo a los demás. Al final estamos cultivando verduras que son fuente de salud y sobre todo por la manera ecológica en la que trabajamos. Estar en contacto con la naturaleza, con el mundo rural, nos motiva. Es lo que nos mueve, pensar que hacemos algo bueno."

Ana no destaca premios cuando habla de logros, aunque los tienen.
Varios reconocimientos en agricultura, concursos, y uno especialmente sonado: la Medalla al Mérito Civil que la Casa Real otorgó a David como agricultor. Un reconocimiento que en principio no les hizo especial ilusión, pero que acabó siendo importante por una razón inesperada: la emoción de sus abuelos al ver que "alguien importante" valoraba el trabajo de la tierra.
Y sí, también trajo visibilidad.
Porque parte del trabajo ha sido educativo: enseñar a sus clientes que los tomates no crecen en enero. "Al final, oye, la naturaleza es sabia y nos da en cada momento lo que nuestro cuerpo necesita". Consumir de temporada no es una moda, es coherencia. Y ellos han hecho esa labor, pacientemente, hasta que sus clientes saben perfectamente cuándo hay calabazas y cuándo tomates.
"La parte que más disfruto es la de visitas escolares, encima de peques, porque es donde veo que más influencia puede tener en ellos en el día de mañana, en que sean unos consumidores responsables, en su salud, en sus hábitos. Ver esa parte de que les pueda servir y luego verles disfrutar tanto, lo bien que se lo pasan en nuestra huerta, me llena completamente."


